Del inconsciente óptico a la e-imagen
Planteo mi análisis asumiendo que lo que llamamos arte no es más que una actividad simbólica que se produce en el contexto específico de una historicidad y culturalidad determinada, bajo las condiciones propias que define un “régimen escópico” determinado, por tanto, y en la medida en que en su marco se postulan un conjunto de posibles actuaciones concretas promovidas por intenciones determinadas, a partir de la suscripción fiduciaria implícita de un conjunto más o menos abierto de postulados (que podemos considerar la “convención” que fija su institución social, como sistema “altamente regulado” de comportamientos y narrativas maestras, de ritos y mitos en última instancia) con los que se mantiene un régimen fiduciario y colectivo de “creencia”.
La idea que pretendo defender en lo que sigue es también sencilla, aunque seguramente no lo será tanto defenderla contra todas las dudas que habrán de asaltarnos: que, efectivamente, se están produciendo cambios fundamentales en cuanto al régimen escópico propio de nuestro tiempo. Cambios fundamentales que tendrán como consecuencia la puesta en suspenso de la episteme escópica que era característica del alto modernismo, de tal modo que la presuposición de un espacio de inconsciencia / invisibilidad (a que antes aludía) en su dominio no se corresponde ya con la estructura epistémico / cultural que efectivamente va a caracterizar a la de nuestro tiempo.
Dicho de otra forma, que la episteme escópica hacia la que nos estamos deslizando no se ordena ya más alrededor del supuesto de un punto ciego en su seno, sino bajo una lógica definitivamente distinta.
Mi primera reflexión a propósito va a estar relacionada con el asentamiento creciente de la imagen electrónica en nuestras sociedades y algunas de las que me parecen sus consecuencias más decisivas: aquellas que tienen que ver, en primera instancia, con la generalización de un tipo de disposición-memoria diferenciado (con respecto al clásico promovido por la imagen artesanalmente producida), lo que vendrá a alterar en profundidad los modos de la energía simbólica segregada por la imagen y, consecuentemente, las condiciones generales bajo las que su experiencia –y por extensión toda la gestión de alguna productividad cognitiva asociada a su dinamicidad social- habrá de producirse.
A diferencia del modo en que la imagen se daba bajo las condiciones tradicionales de su producción (establemente “consignada” en un soporte material del que era en todo momento indisociable) la e-image se da en cambio en condiciones de flotación, bajo la prefiguración del puro fantasma. Digamos que su paso por lo real es necesariamente efímero, falto de duración. Ella comparece, pero para inmediatamente desvanecerse, ceder su lugar a algo otro. Su modo de ser es al mismo tiempo un sustraerse, un estar pero permanentemente dejando de hacerlo.
Ella no se enuncia bajo los predicados del ente, sino exclusivamente con la forma de lo que deviene, de lo que aparece como pura intensidad transitiva, como un fogonazo efímero y fantasmal, como una aparición incorpórea que no invoca duración, permanencia, sino que se expresa con la volátil gramática de una sombra breve, de la fulminación, del relámpago sordo y puntual, sin eco.
Es así que toda e-image es entonces imagen-tiempo, en el sentido de que su paso por el mundo es, necesariamente, fugaz, contingente. Ellas no claman por la eternidad marmórea de lo inmóvil, sino quizás al contrario por la intensamente magnifica eternidad del tiempo-instante, del tiempo- ahora como tiempo-pleno, aquel (Jetzeit) en cuya fuerza Benjamin reconocía la potencia mesiánica que según el definía el “cometido de la política mundial cuyo método debiera llamarse nihilismo”
Toda e-image sería entonces por definición una imagen-tiempo. Pero que al mismo tiempo, añado, tiene la potencia de darse (y lo hace casi siempre) como imagen-diferencia, como imagen-movimiento.
En la e-image en efecto la diferencia se despliega no solo en la espacialización única de un ahora cortado, sino también en cuanto a la sucesión en el tiempo de la representación, que entonces incorpora la secuencialidad misma de lo narrado en el propio escenario (antes refractario a toda captura que no fuera de un instante único) de la imagen. A diferencia de lo que ocurría con la imagen estática, la imagen-diferencia despliega entonces una nueva retórica de la temporalidad que, diría, modifica en profundidad su energía simbólica característica. Digamos que ella ya no está́ en condiciones de administrar su predicado simbólico más tradicional: su clásica “promesa de duración”, su darse como respuesta a algún irrefrenable y humano “desir de durer”, a aquél “detente instante, eres tan bello!” proclamado por Goethe y los románticos.
Diría que esta gran promesa, la promesa de eternidad y perduración contra la experiencia de lo efímero y pasajero de nuestro existir, constituía el núcleo fuerte de la potencia de simbolicidad asociada a la imagen. A diferencia del resto de las cosas del mundo, ella, la imagen, permanecía –y esa permanencia le dotaba a su vez de la potencia cuasi mágica (que, al decir Benjamin, arrastraba de su origen antropológico) de administrar una cierta promesa de permanencia y duración para todas las cosas del mundo, en tanto salvadas y recogidas en ella.
Hasta tal punto esto era así que cabría decir no sólo que el arte sería la mnemotecnia de la belleza, según la sugerencia de Baudelaire, sino incluso que el mismo universo de la imagen constituiría algo así como el gran memorial del ser.
Digamos que ella, la imagen, alzaría toda su potencia simbólica en tanto que dispositivo mnemónico, herramienta y gran potencial de rememoración del acontecimiento, fuerza capaz de asistirnos frente al desvalimiento con el que el desaparecer “como lágrima en la lluvia” de lo singularísimo de la experiencia vivida –como recordaba el replicante de Blade Runner en el momento de morir- asaltaría a nuestra expectativa de sentido, de que nuestro existir como unidades de conocimiento y experiencia tenga alguno.
Ahora bien, diría que ese gran potencial simbólico asociado a nuestra relación con la imagen como gran memorial del ser se ve profundamente alterado cuando la naturaleza técnica del propio dispositivo imagen cambia con la emergencia y asentamiento normalizado de la e-image, de la imagen electrónica. En ella en efecto la naturaleza de la disposición mnemónica se altera radicalmente, de tal modo que toda su energía simbólica se desvía para dejar de darse bajo la prefiguración de la conservación y el recuerdo, abandonando acaso la égida de mnemosyne, de la promesa de duración.
Podríamos decir que esto tiene un fundamento casi meramente “mecánico”, técnico, material. Mientras que la imagen artesanalmente producida persiste estable en su asociación estructural al soporte en el que se inscribe indisolublemente, la e-image flota efímeramente en el suyo, sin permanencia. El modo de memoria que caracteriza a la primera es por tanto de “consignación” –en el doble sentido en que hablamos de consigna, cuando algo es puesto a seguro en algún lugar a resguardo, pero también en el sentido de que a algo se le da un signo-.
Es una memoria “hypomnémica”, que se efectúa en el “poner” en algún lugar exterior un contenido que, pasado el tiempo, habría de poder ser recuperado en su misma condición de origen. Esta memoria tradicional sería por lo tanto una especie de memoria de archivo, de recuperación, de puesta a resguardo y patrimonio del pasado. La forma que ella ostenta tiene entonces un carácter docu / monumental, lo que condiciona lo que se ha llamado la relación archivística propia de la imagen-materia y el que se pueda afirmar con toda su fuerza la tesis de que el arte es necesariamente “cosa del pasado” , como sugiriera Hegel, Y aún que pudiera reivindicarse con fundamento entonces que la única “ciencia” posible de las imágenes sería la que atendiera a su acontecer en la relación al pasado y la conservación de lo que fue: es decir, la historia, la Historia del Arte.
Frente a la disposición mnemónica característica de la imagen estática-material, la disposición mnemónica de la e-image no tiene un carácter básicamente docu / monumental, sino prioritariamente heurístico y creativo.
En la naturaleza de la e-image con el modo de darse propio del fantasma, que es lo que da lugar a lo que llamaría su “condición psi”, el hecho de que en su formato electrónico la imagen realiza su espontaneidad fantasmal, la que le es característica en el orden de la vida psíquica, puramente mental.
No invoca un ciclo de permanencia y rescate del pasado para el presente, sino una resonancia rápida (quizás apenas aquella “persistencia retiniana” del veinticuatroavo de segundo, de que hablaba Broodthaers) y muy volátil, que antes que al pasado, parece más bien apuntar al alumbramiento heurístico del futuro que en la propia distribución de fuerzas del sistema se enuncia (como con las precogs de Minority report). Una memoria que entonces ya no es de objeto sino de red, que ya no es de registro y consignación sino de conectividad, que ya no es de inscripción localizada (docu / monumental) sino relacional y distribuida, diseminada como potencia de relación y actuación en el espacio de la interconexión, en la reciprocidad de la acción recíproca de los sujetos que por su mediación se comunican, transmiten y afectan mutuamente de conocimiento y afectividad, intelección compartida e interpasión (recuérdese que ese carácter interpasivo –en tanto tenía que ver con la proximidad de una muerte que afectaba a las vidas de una comunidad- era justamente el fundamento del hallazgo precognitivo en Minority report, en efecto).
Esta nueva economía de la memoria característica de la e-image se va a componer con el despliegue de transformaciones que van a afectar precisamente a las lógicas de su distribución social, y en última instancia y en consecuencia, a las formas de su economía.Una nueva “economía del arte” que engranará a la perfección, como veremos, con la propia transformación en curso de capitalismo en las nuevas sociedades. Va a ser ese ajuste, y no sólo la transformación técnica que le sirve de trasfondo, la que sentenciará el asentamiento efectivo del nuevo “régimen escópico” –al hablar del cuál no debemos desde luego olvidar que éste nunca será exclusivo ni mucho menos universal, sino que ciertamente convivirá con otros muchos diferentes según las muy diferentes circunstancias culturales, políticas, antropológicas o de desarrollo técnico que caractericen las formas de la convivencia y organización de los grupos y comunidades de los que queramos hablar.
La transformación profunda que venimos registrando en cuanto al modo del impulso mnemónico propio de la e-image va a suponer un fundamento muy fuerte para este reforzamiento (del valor y potencial que puede llegar a ostentar la imagen en el dominio público electrónico). Y ello sobre todo en relación a la emergencia de un territorio de encuentro sincronizado del emisor y el receptor (como en el chat vía webcam o en el intercambio conversacional de imágenes vía mensajes multimedia enviados por el teléfono móvil), en el que los sujetos evidencian capacidad de afección mutua por la vía del intercambio de imágenes, repercutiendo ésta en el orden conductual, de los comportamientos recíprocos.
El intercambio y circulación pública de las imágenes se carga entonces de fuerza “perlocucionaria” de tal modo que debemos empezar a considerar los actos de ver como tales actos con fuerza performativa en los que se produce un efectivo tráfico de conocimiento que se refleja en una dimensión actancial, práctica. Debido a ese carácter de “presencialidad sincronizada” que potencia la generación de efectos preformativos, los procesos de comunicación mediante el intercambio de imágenes “en tiempo real” adquieren cada vez más la forma del “entenderse” dialógico, y la percepción de la “plena aprehensión del sentido” –en el dar o recibir imágenes- se ve justamente reforzada por el reconocimiento de los efectos conductuales que, en tiempo real, se experimentan como correlativos a los actos de ver. Actos de ver que en todo caso estarán vinculados al carácter “interpasivo”, de afección recíproca, que poseen las imágenes. Con lo que Susan Buck-Morss, llama su carácter dialéctico, el hecho de que la importancia de las imágenes reside siempre en su potencial de “ser compartidas”; al hecho de que ellas producen conocimiento únicamente en tanto se intercambian, se hacen “colectivas”.
En efecto, la forma de la memoria productiva que concierne a las imágenes –tanto más en el dominio de la imagen electrónica- es siempre y necesariamente de naturaleza colectiva, intersubjetiva, comunitaria.
Con ello tiene precisamente que ver mi segunda observación entonces: que el creciente valor de la presencia y circulación de la imagen en la esfera pública está precisamente vinculado a su poder de generación de efectos de socialidad, a su eficacia de cara a la formación de comunidades –de nuevas formas de comunidad, diría. En tanto generadora de efectos de identificación y reconocimiento, la imagen de hecho ha desbordado al relato en su potencia simbólica de inducción de formaciones de comunidad. Las nuevas comunidades ya no se constituyen tanto en la adhesión fidelizada a una narrativa específica, que hacen objeto de su fe compartida, sino sobre todo en la relación puntual y dinámica con una constelación de imágenes en circulación con las que se produce una relación de identificación y reconocimiento que poco a poco las va sedimentando como memoria compartida, imaginario colectivo.
Por supuesto que ese imaginario colectivo no es ni puede pretenderse universal, sino absolutamente fragmentario, provisorio y molecular, dando ello precisamente forma a las nuevos modos de comunidad que en ese consumo simbólico de la e-image se gestan –y de cuyas características también la noción de “multitud”
Sugeriría que lo que aquí está en última instancia en juego no es sino el tránsito generalizado para el ámbito de las prácticas artísticas desde una economía de comercio (más de mercadillo que de mercado, casi diría) a otra de distribución, de acceso, hacia una economía red. La diferencia entre ambas es clara: en la primera su dinámica se ordena alrededor de la escena del intercambio oneroso de objeto (en ese acto convertido en mercancía), mientras que en las economías de distribución, en cambio, no hay transferencia efectiva de objeto: no tiene lugar el acto del don de “objeto específico” alguno a cambio de una entrega compensatoria de valor económico.
Sino que el flujo de valor económico responde exclusivamente a la regulación del derecho de acceso al conocimiento concreto de una determinada cantidad de información que se hace circular mediante unos u otros mecanismos de distribución. Así funciona en efecto la economía del cine o la economía del sector musical, sobre todo a partir de lo que se ha llamado su napsterización.
La contraprestación económica que tiene lugar en ambos casos satisface o compensa un derecho de acceso a la cantidad de conocimiento circulante, no un derecho de propiedad material sobre algún objeto cuya posesión vendría en el acto a cambiar de mano.
Aplicándose a los regímenes de su distribución social, el que esa cantidad de información circule prácticamente sin gasto de mediación alguno por la infinidad de canales que articulan las nuevas redes electrónicas, haciendo entonces verosímil -también para las artes visuales, en efecto- la fantasía visionaria de Paul Valery, de una “sociedad para la distribución de la Realidad Sensible a domicilio” en la que las obras de arte alcancen también su “conquista de la ubicuidad”.
Y ello porque la economía del don que preside estos actos de intercambio y difusión es tal que, de hecho, la “adquisición” de un bien por parte del receptor se produce sin que el dador se vea por ello mermado en la “cantidad de bien” que ya poseía. De tal forma que en ese nuevo escenario cabe mucho mejor imaginar y desarrollar efectivamente distribuciones de la riqueza de naturaleza cooperativa. Gracias a ello puede argumentarse la proyección creciente de un cierto escenario de propiedad compartida del conocimiento, reconociendo en la condición no competitiva de los procesos de su apropiación el fundamento para el reclamo de un dominio público de libre acceso y uso del conocimiento.
Acaso a partir de la convicción de que –aquí y de nuevo, tecnología y aspiración democrática confluyen en un horizonte común (y al decir esto pienso en la introducción de Benjamin a su celebrado artículo sobre la reproductibilidad en el que afirmaba con rotundidad: los conceptos que aquí se plantean son por completo inútiles para los fines del fascismo).
Querría creer que otro tanto pudiera decirse aquí, y que en efecto, y como defiendo, este es un escenario en que una vez más para la historia de lo simbólico, tecnología y aspiración democrática pueden coincidir y favorecerse mutuamente.
La pregunta ahora sería: ¿puede la institución-social-arte reorganizarse para sobrevivirse y perpetuarse bajo esas nuevas condiciones? ¿Puede el régimen de creencia, de relación con el fantasma que comparece en su espacio, aplicarse ahora a una tipología fantasmática totalmente diferencial, al nuevo tipo de imaginario en lo que destila una energía simbólica fundamentalmente distinta? ¿Puede pasarse por alto que el condicionamiento de materialización característico de aquella episteme escópica queda en ésta en suspenso? ¿Puede defenderse que ni la cristalización en objeto singularísimo, ni la fetichización que hace posible la forma de su mercantización característica –negadas las posibilidades de una economía de distribución a favor de la clásica de comercio, el tradicional marchandismo del arte- constituyen postulaciones “sine qua non” de lo que llamamos arte? ¿Puede considerarse que el tipo de sustracción-condensación de energía simbólica que se obtiene del proceso de espacialización (en lo que implica de separación del flujo de acontecimiento) es igualmente prescindible? ¿Puede haber “arte” como tal que no “espacialice”, que no demande “lugar” para ser presentado? ¿Puede la institución-arte sobrevivirse a esa exigencia, puede haber de hecho institución-arte sin la exigencia de que las imágenes del arte ocurran en sus lugares, en sus edificios-espectáculo, en sus espacializaciones?
¿No sería preferible que esperáramos de las imágenes y su circulación aquellos efectos -que conocemos son beneficiosos para los intereses de la emancipación- cumpliéndose bajo otras condiciones muy distintas, nuevas? No ganaríamos tal vez poco con ello. De entrada, desembarazarnos del dictado de una institución que es hegemónica y falsificadora como pocas de las del conocimiento –en su acumulación de lógicas antitéticas- producidas por el proyecto ilustrado. Además, dejar caer un régimen más de creencia, de sumisión a dogmas de fe, un paso más en la secularización. Pero sobre todo, y quizás, la puesta en suspenso de un régimen de excepción y privilegios exclusivos para cierto tipo específico de imágenes y sus productores.
Pero en fin, más que afirmarme con toda certeza en ello, prefiero simplemente dejar todas éstas como preguntas en el aire, preguntas sobre las que en todo caso estoy seguro de que se producirán muy pronto respuestas muy dispares, muy divergentes. Las que den los “trabajadores especializados en la producción de efectos de significado cultural a través de la visualidad” –antes “artistas”- en los próximos tiempos serán sin duda importantes.
Pero la verdadera respuesta no estará en ellos y su trabajo, ni aún en el que hacemos nosotros, el análisis y la crítica cultural. Sino sobre todo en las orientaciones y el sentido que de su relación con los imaginarios de su tiempo, el nuestro, vayan decidiendo, por sí mismos, el conjunto de los ciudadanos. Son ellos en su conjunto quienes tendrán la última palabra.
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Nota: Fragmentos escogidos del ensayo Cambio de régimen escópico: del inconsciente óptico a la e-image, José Luis Brea.